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Archivos Mensuales: enero 2016

IGLESIA PROFÉTICA

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                        Profeta es el hombre o mujer enviado por Dios con la misión de manifestar el camino a seguir conforme a la voluntad de Dios; camino en la Verdad y en el Amor. El Profeta llama a la conversión cuando el hombre se ha apartado del camino de la Justicia y del Bien. Esto, sin duda, conlleva persecución y sufrimiento, si lo que transmite este Profeta no es del agrado del público. Así le ocurrió a Jeremías.

                        Jesús, como PROFETA, fue rechazado por sus paisanos: no aceptan su mensaje, porque les parece humillante que “el hijo del carpintero”, tenga que enseñarles algo. Su soberbia y su envidia no les deja ver. Lo único que les interesaba era ver “un milagro” para divertirse..; pero rechazaban creer en Él.

                        Hoy, la Iglesia es rechazada en su anuncio explícito de la Verdad. No son pocos los que dicen que la Iglesia debería modernizarse, aceptando el modo de pensar y de actuar del mundo actual. La Iglesia ha de ser fiel en su misión profética: no puede decir otra cosa que la VERDAD que ha recibido de Cristo, ni señalar otro CAMINO que el del Amor Verdadero, y no el de las pasiones egoístas.

                        La Iglesia no impone a nadie la Verdad recibida de Cristo, pero sí que debe proponerla a todos los que quieran escucharla y aceptarla libremente. Lo que no puede hacer la Iglesia para quedar bien o ser aceptada, es “atraer” al hombre actual faltando a esa Verdad o desfigurando el verdadero concepto de Amor, diciendo que “está bien”, lo que “está mal”.

PARA PARTICIPAR

 ACTIVA Y PROVECHOSAMENTE

DE LA EUCARISTÍA

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¿CÓMO COMPORTARSE EN EL TEMPLO?

 1.- Cuando entres en el Templo, apaga, por favor, el teléfono móvil.

2.- Utiliza el agua bendita y haz con respeto la señal de la cruz. Recuerda tu Bautismo, que te perdonó el pecado, te hizo parte de la Iglesia e hijo de Dios.

 3.- Procura llegar unos minutos antes de comenzar la Eucaristía y “saluda” al Señor con fe y confianza, recordando que vas a escuchar la Palabra de Dios y recibir su Cuerpo y Sangre en la Sagrada Comunión.

4.- Visita unos minutos al Señor presente en el Sagrario, aviva tu fe y purifica tu intención.

5.- Para participar en la Santa Misa, une tu voz al resto de la comunidad y participa del canto

                        ¿CÓMO PARTICIPAR DE LA SANTA MISA?

1.-  De pie:

         Al recibir al sacerdote celebrante y hasta la Oración Colecta.

         Durante la proclamación del Evangelio.

          Mientras se proclama el Credo y la Oración de los Fieles.

      Al decir el Sacerdote: “Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre todopoderoso”…

2.- Sentados:

            Durante las Lecturas, excluido el Evangelio.

            En la Homilía.

            En la presentación del pan y el vino, hasta la invitación del sacerdote:

                                     “Orad, hermanos…”

             Después de la Comunión, en espera de la oración final.

 3.- Arrodillados:      (Si es posible)

       Durante la Consagración y la elevación del Cuerpo de Cristo y del Cáliz, hasta las palabras del sacerdote: “Este es el sacramento de nuestra fe”.

     Durante unos minutos, después de haber recibido la Comunión Eucarística.

4.- Inclinados:

       Durante el Credo, a las palabras. “por obra del Espíritu Santo… se hizo hombre”.

                        ¿CÓMO ACERCARSE A LA COMUNIÓN?

1.- Dice San Pablo  en 1ª Corintios 11, 27-29): “Quien de modo indigno coma el pan y beba el cáliz del Señor, será reo del cuerpo y la sangre del Señor”.

2.- Prepara, por tanto tu interior:

         No olvides que debes estar limpio de pecado grave habiendo recibido, en este caso, el sacramento de la  Reconciliación.

          No olvides hacer con sinceridad un verdadero acto de arrepentimiento.

3.- Evita cualquier alimento o bebida, excepto el agua o medicinas, al menos una hora antes de la Comunión.

4.- Si recibes la Comunión en la mano, procura que estén limpias y sin nada en ellas.

5.- Adora reverentemente el Cuerpo del Señor, germen de tu futura inmortalidad.

6.- Si recibes la Comunión en la mano, no olvides:

  1. a) Se coloca la mano izquierda abierta sobre la derecha, y con la palma vuelta  hacia arriba (sin guantes, y libre de cualquier objeto).

          Cuando el Sacerdote o ministro dice: “El Cuerpo de Cristo”, responde:

                                      “Amén”.

  1. b) Después que el Sacerdote o el ministro ha depositado sobre la palma de tu mano  la forma consagrada, delante de él, o hacia un lado, te llevas la hostia a la boca, cogiéndola con los dedos de la mano derecha.

       c)  De regreso a tu sitio, procura recogerte en adoración, dando gracias.

EL SEÑOR NOS LLAMA A ESCUCHAR SU PALABRA

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                        Dios deja bajo nuestra responsabilidad la historia de la propia vida, pudiendo ir por caminos de justicia, de amor y de paz; o por los caminos equivocados del egoísmo, de la degradación moral y del sufrimiento infringido voluntariamente a los demás.

                        Pero Dios nunca abandona al hombre ni a la sociedad, dejándonos a nuestra suerte. A todas las intervenciones de Dios en la vida del hombre, mediante su Providencia, la llamamos Historia de Salvación. Su Palabra es nuestra “guía” y “luz”.

                        Si; cuando caminamos infieles a Dios, su Palabra, escuchada cada domingo en la Eucaristía, nos convoca y reúne para reconstruir nuestra vida y la de la Comunidad Cristiana. En el Evangelio de este domingo vemos actuar a Jesús en la sinagoga de Nazaret, manifestando abiertamente, que Él es el Mesías, en Él se cumplen las Promesas de Dios a su Pueblo.

                        Jesús ha venido para “dar la Buena Noticia a los pobres”, “revelar el amor de Dios”, “dar la libertad a los oprimidos” y “anunciar el año de gracia del Señor”. Nos llama, sin mérito nuestro.

                        Para algunos cristianos, al ir a Misa, sólo les preocupa “cumplir” el precepto y no pecar, no dando quizá, su importancia a la escucha atenta de la Palabra de Dios. Cada domingo Dios nos convoca para que, con Espíritu de Fe, escuchemos lo que en cada momento Él quiere decirnos.

                        Aunque no sólo cuando vamos a Misa debemos estar atentos a la Palabra de Dios. Jesucristo, mediante la Enseñanza de los Pastores de la Iglesia nos habla en cada momento histórico, para conocer cuál es la voluntad de Dios, lo que debemos hacer.

LAS PALABRAS YA NO SIGNIFICAN LO QUE PARECEN

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                        De todos es sabido que nuestra fe cristiana se vive en el ágora, en la calle y no puede encerrarse en las cuatro paredes de la propia conciencia, ni en el templo. Como Jesucristo, Verbo Encarnado, la fe del cristiano se hace “carne”, es pública, se hace vida real y concreta: se hace cultura, influye en cada uno de los ámbitos en los que vive el discípulo de Cristo.

                        Desde hace años, el secularismo y ateísmo beligerante vienen pretendiendo impedir que la fe se inculturice en la vida humana y social. Para ello se vale de ideologías, medios de comunicación, etc

                        Hace unas semanas leí un librito “El Imperio de lo Banal”, de Ángel Guerra Sierra, en el que el autor trata de mostrar que prostituyendo el lenguaje, cambiando el significado de las palabras.., pueden llegar a manipularse los valores y la cultura de una sociedad..

                        Es cierto que la banalidad cumple una función de entretenimiento, pero sucede algo muy diferente cuando lo banal invade otros ámbitos de manera indiscriminada. Así ocurre cuando la cultura, la educación.., a través, por ejemplo de series de televisión, se banalizan. Se ridiculiza la honradez, la castidad, la responsabilidad, la fidelidad matrimonial..

                        La banalización es un signo distintivo de la modernidad reinante. Hay en el librito antes mencionado, una especie de pasos para banalizar y ridiculizar la vida real de la sociedad: trivialización del lenguaje, banalización de la cultura, del sexo, del holocausto, de la justicia, la globalización de la indiferencia, etc..

                        Por ejemplo, si nos preguntamos, ¿qué es el amor?.., ¿en que piensa el lector? Se ha desplazado el sentido de la palabra “amor” hacia el lado más instintivo y menos reflexivo, pues de esa forma pierde su unidad y dignidad, quedando muy amenazada su grandeza. Así, el hombre dejaría de ser plenamente él mismo, y se empantana en un estado de completa inmadurez y confusión.

                        La cuestión está en subvertir el significado de la palabra “amor” limitando su uso a manifestaciones afectivas de ardientes raíces biológicas; tratar de acercar lo más posible su significado a una concepción de pulsión sexual, que exige una satisfacción en actos primarios, evitando la sublimación del impulso de la inteligencia y la voluntad como reguladoras de las dulzuras de la erótica.

                        Se ha conseguido banalizar el “amor”. Por ello se dice que el amor se “hace”, quedando reducido al acto carnal. Se confunde amar, con “hacer el amor”. Así, se quiere hacer ver el cristianismo como una doctrina perversa, como una religión que mira el placer como algo prohibido.

                        Al degradar el “eros” a puro sexo y la sexualidad a la mera dimensión biológica, se despoja al hombre y a la mujer de su capacidad de remontarse hacia lo divino, de llevarles más allá de sí mismos. De este modo la sexualidad deja de ser expresión de la totalidad de la persona, quedando en la pura “animalidad”. Es triste contemplar cómo las nuevas generaciones han caído en esta trampa y ya no aspiran a la exclusividad de amar de verdad “sólo a esa persona” y “para siempre”. Invito al lector a leer “El Imperio de lo Banal” con éstas y otras muchas sorpresas.

FIESTA DE SAN ANTONIO ABAD EN LA PARROQUIA NTRA. SRA. DEL CONSUELO ALTEA

Domingo 17 de enero de 2016

El pasado domingo 17 de enero celebramos en nuestra Parroquia, la fiesta de San Antonio Abad (san Antón), en la que tradicionalmente tras la celebración de la Misa se procede a la bendición de panes y rollicos así como de los animales que el pueblo presenta buscando la protección del santo anacoreta.

Ofrecemos a nuestros lectores algunas fotografías de las mencionadas celebraciones.

Eucaristía en el Iglesia de San Francisco

Eucaristía en el Templo Parroquial

 

 

¿ES SUFICIENTE EL AMOR HUMANO?

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                        El amor puramente natural (eros), herido por el pecado original es insuficiente para superar todas las dificultades en el matrimonio. De este amor (eros-humano) carecían los novios de las Bodas de Caná (no tenían vino).

                        Jesús remedia esa situación ofreciendo a los novios del Evangelio y a los esposos en el sacramento del matrimonio, su mismo amor: El Espíritu Santo, presentándose a sí mismo al mundo como modelo de ese nuevo Amor: “Amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella”.

                        El Amor de Cristo es un amor fiel que todo lo supera con el perdón y la humildad; un amor indisoluble como el amor de Jesús a la Iglesia; un amor sacrificado, que se entrega hasta dar la vida; un amor fecundo que trae la salvación a todos los que crean en Él.

                        Así como María en la Bodas de Caná se preocupó por la situación de los novios ante la falta de vino e intercedió ante Jesús para remediar la situación, es María, quien ahora intercede por la humanidad ante su Hijo: su oración de Madre nuestra podría ser ésta: “Jesús, mira, no tienen vino, no se aman, les domina el egoísmo, no saben perdonarse, etc”.. Nuestras familias, nuestros matrimonios, me pregunto: ¿son conscientes de que sin el Amor de Dios, sin la vida de fe.., nada es duradero?

¡CON LA BOCA PEQUEÑA!

 

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            Me imagino el futuro a 20 o 30 años vista…, tal y como viene evolucionando la sociedad europea, o sociedad del bienestar…, intuyo una pirámide poblacional errática e insostenible en la que un tercio de la población laboralmente activa habrá de sostener a una mayoría de ancianos y jubilados. Natalidad bajo mínimos y una longevidad nunca vista. Una inmigración imprescindible, pues necesitaremos niños y población activa, y por otro lado, mirada con suspicacia y fuente a su vez de conflictos.

            El número de niños nacidos de padres españoles, se prevé, ya lo es, insuficiente para que las pensiones mantengan la actual calidad de vida de los jubilados y prejubilados con una oferta social amplia en sanidad, vivienda, manutención y demás necesidades… En un reciente artículo, su autor, Juan L. Vazquez manifestaba de un modo irónico que quizá la solución al problema estaría en el suicidio asistido, quitando de en medio a aquellos que ya no producen, y sólo consumen…, (todo llegará…).

            Los problemas humanos más debatidos, y éste lo es, resueltos de manera diversa en la reflexión moral actual, se relacionan con un problema genuino, que no es otro que la libertad del hombre. Sin duda hoy existe una concienciación particularmente viva sobre la libertad. De ahí que las personas debamos actuar según el criterio propio haciendo uso de una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber. (D. H, 1).

            Por el contrario, algunas corrientes actuales del pensamiento llegan a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un “absoluto”, fuente a su vez de los valores. Este pensamiento “in-trascendente” atribuye a la conciencia individual unas prerrogativas, como si de una instancia suprema del juicio moral se tratara, decidiendo infaliblemente el bien y el mal.

            Y es que el materialismo más exagerado, ligado a una concepción hedonista de la vida se viene abriendo brecha a pasos agigantados en la sociedad europea creándonos ficticias necesidades como si en realidad fueran algo esencial o indispensable para vivir, obviando por el contrario lo que en verdad construye al hombre y le capacita para ejercitar su libertad.

            Este modelo de materialismo exacerbado y ateo ha alcanzado a la familia de lleno en su epicentro. De ser la familia el ámbito o lugar donde cada ser humano es valorado en sí mismo por lo que es al margen de los beneficios, donde el niño aprende a sacrificarse por amor en bien de los otros, donde la misma sociedad es constantemente enriquecida y vertebrada por valores inmutables, estamos destruyéndola dejando inermes no sólo a los individuos, sino a la sociedad entera, sin posibilidad real de ofrecer el desarrollo de un humanismo liberador creador de futuro.

            Una libertad sin verdad nos aboca a la manipulación de los “muchos” por parte de unos “pocos”. Vivimos en un mundo confuso, desorientado, que casi no distingue entre la verdad y la mentira, entre el bien y el mal, que busca ansiosamente razones para la esperanza y para la vida y que ciega la fuente de la verdad cuando la encuentra. Y, algunos, todavía se extrañan del número cada vez mayor de depresiones. Se buscan escapes que no son sino alienaciones, “pan para hoy y hambre para mañana”.

            Nos puede el afán de acumular “cosas” y experiencias, de cambiar de casa o automóvil, cambiar de esposo/a, la locura y vorágine de alcohol y drogas de cada fin de semana.., en definitiva, vivir al límite para no pensar y no asumir responsabilidades, pues el camino de la renovación personal y social capaz de asegurar la justicia, solidaridad, honestidad y transparencia es arduo, largo y fatigoso.  No seamos hipócritas, pues nos dolemos con la “boca pequeña” de la decadencia moral actual culpando a los “otros”, pero no estamos dispuestos a comprometernos por omisión y/o cobardía.

            Una fe y unas convicciones que permanecieran confinadas en el interior de los muros de la privacidad, sin ninguna manifestación e influencia en la cultura de la propia sociedad como algunos pretenden, sería una cobardía. Los cristianos sabemos que la Buena Noticia del Evangelio ha inspirado la cultura de los pueblos, es decir, que se ha enraizado conformando la identidad y características de la sociedad occidental. El laicismo fundamentalista pretende arrancar esas raíces. ¿Sabremos los creyentes de hoy ser dignos herederos de quienes con su testimonio e incluso martirio, nos han legado lo que somos, para a su vez, ofrecerlo a las nuevas generaciones?

EL BAUTISMO DE JUAN BAUTISTA

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                        El bautismo de Jesús en el río Jordán no era más que un rito de penitencia, por el que aquellos que se sentían movidos al arrepentimiento de sus pecados, lo expresaban dejándose bautizar por Juan Bautista.

                        Jesús en el Jordán se humilla presentándose como uno más entre los pecadores. Era como despojarse de su Santidad asumiendo el pecado del mundo. En cambio, el Bautismo sacramento cristiano nos comunica la santidad divina, nos libra del pecado, nos comunica la vida de hijos de Dios y nos incorpora a la Iglesia.

                        Jesús toma todo lo nuestro (pecados, pobreza, trabajo, dolor, la muerte..), y a cambio, nos comunica todo lo SUYO (la vida y dignidad de hijos de Dios, el don del Espíritu Santo, la herencia del cielo. El Bautismo nos une a Él como miembros de su Cuerpo Místico que es la Iglesia, como el sarmiento a la vid.

                        Hoy, es un día para renovar nuestros compromisos bautismales y para tomar en serio el vivir como hijos amados de Dios. Asumamos la responsabilidad de vivir cristianamente la vida familiar y social para gloria de Dios y felicidad de las personas.

                        No olvidemos que los verdaderos reformadores que hacen remontar de los “valles deshumanizados” y oscuros a la humanidad son los santos; aquellos que se toman en serio su bautismo y se comprometen con los problemas de las personas..; sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. Benedicto XVI

LA ORACIÓN, ALMA DEL CRISTIANO

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            (A) 1: Introducción.-

            La Revelación purifica y lleva a plenitud el originario anhelo del hombre a Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celestial.

            La oración cristiana, es la oración que Jesús nos enseñó y que la Iglesia sigue ofreciéndonos. Es en Jesús en quien el hombre se hace capaz de unirse a Dios con la profundidad  la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Por eso, juntamente con los primeros discípulos, nos dirigimos con humilde confianza al Maestro y le pedimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1).

            Sabemos que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad. Los evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquél qu vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo envió para la salvación del hombre.

            En las religiones de otras culturas e incluso paganas, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que tienen su cumplimiento y expresión plena en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La Revelación purifica y lleva a su plenitud el originario anhelo del hombre a Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre del cielo.

            2: La Oración es Expresión del Deseo que el Hombre tiene de Dios.-

            Es verdad que vivimos en una época en la que son evidentes los signos del laicismo. Parece que Dios ha desaparecido del horizonte de muchas personas o se ha convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Pero también aparecen muchos otros síntomas que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana.

            Se constata que ha fracasado la previsión de quienes, desde la Ilustración del siglo XVIII, anunciaban la desaparición de las religiones y exaltaban una razón  absoluta, separada de la fe, una razón que disiparía las tinieblas de los dogmas religiosos y disolvería el mudo de lo sagrado, devolviendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía frente a Dios.

            Las dos guerras mundiales pusieron en crisis aquél progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía garantizar. Leer el nº 2566 del CEC….. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquél que lo llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres. Desde los tiempos antiguos hasta nuestros días, no ha habido ninguna gran civilización que no haya sido religiosa.

            El hombre es “homo religiosus”, como es “homo sapiens y homo faber”. La imagen del Creador está impresa en su ser y él siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que atañen al sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica.

            El “homo religiosus” no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Las diversas formas de religiosidad que han dado origen a las religiones, han de verse como el intento de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre “digital”, al igual que el de las “cavernas”, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena.

            La vida sin horizonte trascendente no tendría un sentido pleno, y la felicidad, a la que tendemos todos, se proyecta espontáneamente hacia el futuro, hacia un mañana que está todavía por realizarse. Ver “Nostra aetate”, nº 1: el hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque el hombre se crea autosuficiente, sabe por experiencia que no se basta a sí mismo; necesita abrirse a otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta; debe salir de sí mismo hacia Aquél que pueda colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.

            (B) Sed de Infinito y Necesidad de Ayuda.-

            El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Por eso, el hombre sabe en lo más íntimo de su ser que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle.

            Para Santo Tomás de Aquino, la oración sería como la “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que según la historia, el tiempo, el momento, la gracia e incluso el pecado de cada orante se puede revestir de muchas formas y modalidades.

            La oración se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. No obstante, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del “homo orans”, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, es un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras.

            La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones.

            La oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, la experiencia de la oración es un desafío, una “gracia” que invocar, un don de Aquél al que nos dirigimos.

            Orar, significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo” (Wittgenstein). En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Ponerse de rodillas entraña una radical ambivalencia:

Es un gesto al que puedo ser obligado (condición de indigencia y de esclavitud), pero también puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de OTRO. A Él le confieso que soy débil, necesitado, “pecador”. En la experiencia de la oración la criatura humana expresa toda la conciencia de sí misma, todo lo que logra captar de su existencia y, a la vez, se dirige toda ella al Ser frente al cual está; orienta su alma a aquél misterio del que espera la realización de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de su propia vida.

            La esencia de la oración está en el mirar a Otro, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.

            (C) Apertura y Elevación del Corazón a Dios.-

            Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con Él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamándole al misterioso encuentro de la oración. Ver CEC nº 2567….

            La iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta a la llamada previa de Dios. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de alianza.

            Urge aprender a reconocer en  silencio, en lo más íntimo de nosotros mismos su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para llevarnos más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con Él, que es Amor Infinito.

            (D) La Oración en Abraham.

            Cuenta Gn 18 que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a tal extremo que resultaba necesaria una intervención de Dios para realizar un acto de justicia y frenar el mal destruyendo aquellas ciudades. Aquí interviene Abraham con su oración de intercesión.

            Abraham tiene la misión de salvación, responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre; a través de él el Señor quiere reconducir a la humanidad a lafe, a la obediencia, a la justicia. Es este amigo de Dios quien se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza por los que están a punto de ser castigados y pide que sean salvados.

            ¿Es que vas a destruir al justo con el culpable? Si hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirías y no perdonarías a la ciudad por los cincuenta justos que hay en ella? ¡Lejos de ti tal cosa! Con estas palabras, con gran valentía, Abraham presenta a Dios la necesidad de evitar una justicia sumaria: si la ciudad es culable, es justo condenar su delito, pero sería injusto –dice Abraham- castigar indiscriminadamente a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como los culpables. Tú, ¡Oh Dios! eres justo, no puedes actuar así.

            La petición de Abraham es aún más seria y profunda porque no s elimita a pedir la salvación para los inocentes. Abraham pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios. Pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva.

            Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libre de la culpa también a los impíos, perdonándolos. El pensamiento de Abraham es paradójico y se puede resumir así: obviamente no se puede tratar a los inocentes del mismo modos que a los culpables, esto sería injusto; por e contrario, es necesario tratar a los culpables del mismo modo que a los inocentes, realizando una justicia “superior”, ofreciéndoles una posibilidad de salvación, porque si los malos aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose salvar no continuarán haciendo el mal, también ellos se convertirán en justos, con lo cual ya no sería necesario el castigo.

            Abraham no pide a Dios algo contrario a su esencia; llama a la puerta del corazón de Dios. ¿Acaso la justicia de Dios y su perdón no son la manifestación de la fuerza del bien, aunque parece más pequeño y más débil que el mal?

            Es el perdón el que interrumpe la espiral de pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apela exactamente a esto. Pero, ¿y si no son cincuenta justo, ¿podrían bastar cuarenta? Abraham va bajando hasta llegar a diez, continuando con su súplica, que se hace audaz en la insistencia. Cuanto más disminuye el número, más grande se revela la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite después de cada súplica: “perdonaré… no la destruiré… no lo haré”.

            Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma y Gomorra podrán salvarse, si en ellas se encuentran tan sólo diez inocentes. Esta es la fuerza de la oración. A través de la intercesión, la oración a Dios por la salvación de los demás, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios alimenta siempre hacia el hombre pecador.

            El Señor no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta y que viva. (Ez 18, 23..). Es precisamente este deseo divino el que, en la oración, se convierte en deseo del hombre y se expresa a través de las palabras de intercesión. El deseo de Dios es misericordia, amor  voluntad de salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de manifestarse de modo concreto en la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con su oración, Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es destruir, sino salvar a las dos ciudades.

            La necesidad de encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez y al final solo bastarán diez para salvar a toda la población. Pero ni siquiera diez justos se encontraban en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. El Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin contar ni siquiera con unos pocos inocentes de los cuales partir para transformar el mal en bien.

            Ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que hay en nosotros. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese rechazar a Dios y el amor que ya lleva en sí mismo el castigo. Jeremías 2, 19, dirá “Aprende que es amargo y doloroso abandonar al Señor, tu Dios”. De esta tristeza y amargura quiere el Señor salvar al hombre, liberándolo del pecado. Pero, por eso es necesaria una transformación desde el interior, un agarradero de bien, un inicio desde el cual partir para transformar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón. Por esto lo inocentes tenían que estar dentro de la ciudad.

            Allí, dentro de la ciudad, dentro de la realidad enferma es donde tiene que estar presente ese germen de bien que puede sanar y devolver la vida. Son palabras dirigidas a nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien; que hagamos todo lo necesario para que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente que vivan y sobrevivan nuestras ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. En la realidad enferma de Sodoma y Gomorra no existía ese germen de bien.

           Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta Jeremías dirá, en nombre del Omnipotente, que basta un solo justo para salvar Jerusalén (5,1). El número se ha reducido aún más, la bondad de Dios se muestra aún más grande: la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta de bien que busca, y Jerusalén cae bajo el asedio de sus enemigos. Será necesari que Dios mismo se convierta en ese justo, él mismo se hace hombre. Siempre habrá un justo, porque es él, pero es necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. (Leer Lc 23, 34: “no saben lo que hacen..).

            Entonces la oración de todo hombre encontrará su respuesta en el JUSTO Jesucristo; entonces toda intercesión nuestra será plenamente escuchada.

            (E)  En la Oración Encuentra su Máxima Expresión la Relación con Dios.

            Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura a cambio de un plato de lentejas y después le había arrebatado con engaño la bendición de su padre Isaac, ya muy anciano, aprovechándose de su ceguera.

            Jacob es agredido improvisadamente por un desconocido con el que lucha durante toda la noche. Este combate cuerpo a cuerpo (Gn. 32), se convierte para él e una singular experiencia de Dios.

            Había usado su astucia para tratar de evitar una situación peligrosa, pensaba tenerlo todo controlado y, en cambio, ahora tiene que afrontar una lucha misteriosa que le sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Inerme, en la noche, el patriarca Jacob lucha con alguien. El texto no especifica; se trata de “un hombre”, de “uno, alguien”. Reina la oscuridad, Jacob no consigue distinguir claramente a su adversario; para nosotros, permanece en el  misterio; alguien se enfrenta al patriarca, y este es el único dato seguro que nos proporciona el narrador. Sólo al final podrá decir que ha luchado contra Dios.

            Al inicio Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario “no lograba vencerlo”; con todo, golpea a Jacob en la articulación del muslo provocándole una luxación. Se debería pensar entonces que Jacob va a sucumbir; sin embargo, es el otro el que le pide qe lo deje ir; pero el patriarca se niega, poniendo una condición: “No te soltaré hasta que me bendigas”. Aquél que con engaño le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende del desconocido.

            “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel”. Conocer el nombre de alguien implica una especie de poder sobre la persona, porque en la mentalidad bíblica el nombre contiene la realidad  más profunda del individuo, desvela su secreto y su destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad del otro y esto permite poderlo dominar. Por tanto, cuando Jacob revela su nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de rendición, de entrega total de sí mismo al otro.

            Paradójicamente, en este gesto de rendición también Jacob resulta vencedor, porque recibe un nombre nuevo: Israel. Ahora, en la lucha, el patriarca revela a su adversario, en un gesto de entrega y rendición, su propia realidad de engañador, de suplantador; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el engañador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que implica una nueva identidad.

            Cuando Jacob pregunta a su vez el nombre a su adversario, este no quiere decírselo, pero se le revelará en un gesto inequívoco, dándole la bendición. Aquella bendición que Jacob le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora, sin engaños, sin astucias, como cuando engañó a su padre Isaac.

            El CEC, nº 2573, afirma que la tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia. Génesis nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha por conocer su nombre y ver su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pie a Dios la bendición y un nombre nuevo, fruto de conversión y de perdón.

            La noche de Jacob en el vado de Yaboc es punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración requiere confianza, cercanía, no con un Dios enemigo, adversario, sino con un Señor que bendice. Por esto, el autor sagrado utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad para alcanzar lo que se desea. Precisamente cuando se abandona en las manos misericordiosas de Dios, a pesar de la propia debilidad, le encuentras.

            Toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, que se ha de vivir con el deseo y la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que se debe recibir de él con humildad, como don gratuito. Cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios.

            Quien se deja bendecir por Dios, quien se abandona a él, quien se deja transformar por él, hace bendito el mundo.

            (F) El Perdón Transforma y Renueva.-

            Moisés, como hombre de oración, desempeñó su función de mediador entre Dios e Israel haciéndose portador, ante el pueblo, de las palabras y de los mandamientos divinos, llevándolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir en obediencia y en la confianza hacia Dios, pero también y sobre todo orando.

            Reza por el Faraón cuando pide al Señor la curación de su hermana Maria enferma de lepra; intercede por el pueblo; reza cuando el fuego estaba a punto de devorar el campamento y cuando serpientes venenosas hacían estragos; se dirige al Señor y reacciona protestando cuando su misión se había vuelto demasiado pesada; ve a Dios y habla con él “cara a cara”, como habla un hombre con su amigo. (Ex 8; Num 11)

            Al acercarnos a Ex 32, vemos que el pueblo de Israel se encontraba al pie del Sinaí mientras Moisés, en el monte, esperaba el don de las tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (Ex 24). El ayuno indica que la vida viene de Dios, que es él quien la sostiene; ayunar adquiere un significado religioso: es un modo de indicar que no sól de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor. Ayunando, Moisés muestra que espera el don de la Ley divina como fuente de vida.

            Pero, mientras el Señor, en el monte, da a Moisés la Ley, al pie d monte el pueblo la transgredí (Ex 32, 1). Cansado el pueblo de un camino con un Dios invisible, ahora que también Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se ha vuelto accesible, manipulable, al alcance del hombre.

            Esta es un tentación constante en el camino de fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, correspondiente a sus propios esquemas, a sus propios proyectos. “Cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba” Sal 106, 20. Dios reacciona y dice a Moisés: “Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo” Ex 32, 10.

            Como hizo con Abraham en Sodoma y Gomorra, también ahora Dios revela a Moisés o que piensa hacer, como si no quisiera actuar sin su consentimiento.  (Am 3, 7). Dice:”Deja que mi ira se encienda contra ellos”. Parece que el Señor lo dice para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de Dios siempre es la salvación.

            La petición de intercesión quiere manifestar la voluntad de perdón del Señor. La oración de intercesión hace operante, dentro de la realidad corrompida del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra voz en la súplica del orante y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación.

            La súplica de Moisés está totalmente centrada en la fidelidad y la gracia del Señor. El Señor realizó la salvación liberando a su pueblo de l esclavitud egipcia. ¿Por qué entonces, pregunta Moisés, “han de decir los egipcios: con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra” (Ex 32, 12). Si Dios hiciera perecer a su pueblo, eso podría interpretarse como el signo de una incapacidad divina de llevar a cabo el proyecto de salvación. Dios no puede permitir eso, pues es el Dios de la misericordia y el perdón, de liberación del pecado que mata. Dios podría aparecer incapaz del vencer el pecado, aunque sus elegidos sean culpables.

            El intercesor quiere que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que le ha sido confiado, pero también ara que en esa salvación se manifiesta la verdadera realidad de Dios. Amor a los hermanos y amor a Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre movido por dos amores, que en la oración se sobreponen en un único deseo de bien.

            Moisés pide al Señor que continúe con fidelidad su historia de elección y de salvación, perdonando a su pueblo. El intercesor no presenta excusas para el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, sino que apela a la gratuidad de Dios. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte incluso que el pecado y la muerte, y con su oración provoca este revelarse divino.

            Cuando después de la destrucción del becerro de oro, volverá al monte a fin de pedir de nuevo la salvación para Israel: “Ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro que has escrito. Moisés se hace intercesor por su pueblo y se ofrece a sí mismo; los Padres de la Iglesia vieron una prefiguración de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente está delante de Dios, no sólo como amigo sino como Hijo. Dirá san Pablo que “lleva sobre sí nuestros pecados para salvarnos a nosotros; su intercesión no sólo es solidaria, sino identificación con nosotros.

            Cristo nos invita a entrar en esta identidad suya, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con él, porque desde la alta cima de la cruz él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se trajo a sí mismo, trajo su cuerpo y su sangre, como nueva alianza.

            (G) La Fuerza Intercesora de la Oración.

            Surge la figura de Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la conversión. En 1 Reyes, 18, siglo IX a.C., en tiempos del rey Ajab, en un momento en que en Israel se había creado una situación de abierto sincretismo, vemos que junto al Señor, el pueblo adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y al ganado.

            En esa situación, aún pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un dios comprensible y previsible, del que creía poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de sacrificios. Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría, la continua tentación del creyente, creyendo poder “servir a dos señores” (Mt 6, 24), y facilitar los caminos inaccesibles de la fe en el Omnipotente poniendo su confianza también en un dios impotente hecho por los hombres.

            Para desenmascarar la necedad engañosa de esta actitud, Elías hace que se reúna el pueblo de Israel en el monte Carmelo y lo pone ante la necesidad de hacer una elección: “Si el Señor es Dios, seguidlo; si lo es Baal, seguid a Baal” (1 Reyes 18, 21).  Y el profeta no deja sola a su gente ante esta elección, sino que la ayuda indicando el signo que revelará la verdad. Comienza así la confrontación entre el profeta Elías y los seguidores de Baal, que en realidad es entre el Señor de Israel, Dios de salvación y de vida, y el ídolo mudo  sin consistencia, que no puede hacer nada, ni para bien ni para mal.

            Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan, bailan saltado, entran en estado de exaltación llegando a hacerse incisiones en el cuerpo, “con cuchillos y lancetas hasta derramar sangre por sus cuerpos”. (1Reyes 18,28). Se revela así la realidad engañosa del ídolo: está pensado por el hombre como algo de lo que se puede disponer, que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede acceder a partir de sí mismos y de la propia fuerza vital.

            Muy distinta es la actitud de oración de Elías. Él pide al pueblo que se acerque, implicándolo así en su acción y en su súplica; quiere que Israel se una a él, siendo partícipe y protagonista de su oración y de cuanto está sucediendo. Después Elías erige un altar, utilizando doce piedras, según el número de tribus de los hijos de Jacob. Esas piedras representan a todo Israel. El altar es lugar sagrado que indica la presencia del Señor, pero esas piedras que lo componen representan al pueblo, que ahora, por mediación del profeta, está puesto simbólicamente ante Dios, se convierte en “altar”, lugar de ofrenda y de sacrificio.

            Pero es necesario que Israel reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su identidad de pueblo del Señor. Ruega Elías en su oración al Señor: “Respóndeme, Señor respóndeme, para que este pueblo sepa que tú, Señor, eres Dios y que has convertido sus corazones”. (1 Reyes 18, 36-37). Ahora este pueblo, que parece haber olvidado su propio origen y su propia relación privilegiada con el Señor, oye que lo llaman por su nombre mientras se pronuncia el Nombre de Dios: “Señor, Dios (..) de Israel.

            Sólo así Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la posibilidad de ponerlo junto a otros dioses, que lo negarían como absoluto, relativizándolo. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios. Al Absoluto de Dios el creyente debe responder con un amor absoluto, total, que comprometa toda su vida, sus fuerzas, su corazón. Y así sucedió: “Cayó el fuego del Señor, que devoró el holocausto y la leña, las piedras y la ceniza, secando el agua de las zanjas. Todo el pueblo rostro en tierra exclamó: “¡El Señor es Dios. El Señor es Dios!” (1 Reyes 18, 38-39). El pueblo que parecía perdido, ha vuelto a encontrar el camino de la verdad y se ha reencontrado a sí mismo.

            A nosotros, cristianos del siglo XXI, esta historia nos recuerda la prioridad del primer mandamiento: 1) adorar sólo a Dios. Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, como han mostrado los regímenes totalitarios del último siglo con su nihilismo, racismo e idolatrías que lo esclavizan. 2) El objetivo primario de la oración es la conversión, fuego de Dios que transforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios. 3) Esta historia del profeta Elías es profética, es sombra del futuro, del futuro Cristo que vino siglos más tarde: el fuego de Dios es el amor que guía al Señor hasta la Cruz, hasta el don total de sí.

            La verdadera adoración de Dios es darse a sí  mismo a Dios y a los hombres, la verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración de Dios no destruye, sino que renueva y transforma.

            (H) Rezando los Salmos se Aprende a Rezar.-

            Hemos presentado a Abrahán, como modelo de orante que intercede por Sodoma y Gomorra; a Jacob, que en la lucha nocturna recibe la bendición; a Moisés, que invoca el perdón para su pueblo; y a Elías, que reza por la conversión de Israel.

            En esta ocasión, en vez de comentar episodios particulares de personajes en oración, entraremos en el “libro de oración” por excelencia, el libro de los Salmos. El Salterio se presenta como un formulario de oraciones, una selección de ciento cincuenta Salmos que la tradición bíblica da al pueblo de los creyentes para que se convierta en su oración, en nuestra oración, en nuestro modo de dirigirnos a Dios y de relacionarnos con él.

            En el Salterio encuentra expresión toda la experiencia humana con sus múltiples facetas, y toda la gama de los entimientos que acompañan la existencia del hombre. En los Salmos se entrelazan y se expresan alegría y sufrimiento, deseo de Dios y percepción de la propia indignidad, felicidad y sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a morir.

            Toda la realidad del creyente confluye en estas oraciones, que la Iglesia ha asumido como mediación privilegiada de la relación con el único Dios y respuesta adecuada a su revelación en la historia en la que todos nos podemos reconocer. Toda la complejidad de la existencia humana se concentra en la complejidad de las distintas formas literarias de los diversos Salmos: himnos, lamentaciones, súplicas individuales y colectivas, cantos de acción de gracias, salmos penitenciales y otros géneros que se pueden encontrar.

            No obstante, se pueden identificar dos grandes ámbitos que sintetizan la oración del Salterio: la súplica y la alabanza, dos dimensiones relacionadas y casi inseparables. La súplica está animada por la certeza de que Dios responderá, y esto abre a la alabanza y a la acción de gracias; y la alabanza y la acción de gracias surgen de la experiencia de una salvación recibida, que supone una necesidad de ayuda expresada en la súplica.

            En la súplica, el que ora se lamenta y describe su situación de angustia, de peligro, de desolación o, como en los Salmos penitenciales, confiesa su culpa, su pecado, pidiendo ser perdonado. Expone al Señor su estado de necesidad confiando en ser escuchado, y esto implica un reconocimiento de Dios como bueno, dispuesto a perdonar, ayudar y salvar. (Salm 31: “A tí, Señor, me acojo…”).

            En los Salmos de acción de gracias y de alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que está en la base de la súplica. Así se confiesa a Dios la propia condición de criatura marcada por la muerte, pero portadora de un deseo radical de vida. (Sal 86: “Te alabaré de todo corazón, Dios mío…”).

            En la oración de los Salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se inclina hacia nuestra fragilidad.

            Los Salmos enseñan a orar. En ellos la Palabra de Dios se convierte en palabra de oración que se convierten también en palabra del orante que reza los Salmos, que se dan al creyente, como texto de oración, y que tiene  como único fin convertirse en la oración de quien los asume y con ellos se dirige a Dios.

            Dado que los Salmos son Palabra de Dios, quien reza los Salmos habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a él con las palabras que él mismo nos da. Así, al rezar los Salmos se aprende a orar. Son una escuela de oración.

            Ocurre como cuando un niño comienza a hablar: aprende a expresar sus propias sensacioes, emociones y necesidades con palabras que no le pertenecen de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que viven con él. Lo que el niño quiere expresar es su propia vivencia, pero el medio expresivo es de otros; y él poco a poco se apropia de ese medio; las palabras recibidas de sus padres se convierten en sus palabras y a través de ellas aprende también un modo de pensar y de sentir, accede en él, se relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus padres se convierte en su lengua, habla con palabras recibidas de otros que ya se han convertido en sus palabras.

            Lo mismo sucede con la oración de los Salmos. Se nos dan para que aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con él, a hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el encuentro con Dios. Y, a través de esas palabras, será posible también conocer y acoger los criterios de su actuar, acercarse al misterio de su pensamiento y de sus caminos. (cf Is 55, 8-9).

  • Un Libro Multiforme y Complejo.-

            La tradición judía ha dado al Salterio el término “tehillîm”, hebreo que quiere decir “alabanzas”, de la raíz verbal que encontramos en la expresión “Halleluyah”, es decir, literalmente “alabad al Señor”. El Salterio es un libro de alabanzas, que enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la belleza de sus obras y a glorificar su santo Nombre.

            Enseñándonos a rezar, los Salmos nos enseñan que también en la desolación, también en el dolor, la presencia de Dios permanece, es fuente de paz y de consuelo. Se puede llorar, suplicar, interceder, lamentarse, pero con la conciencia de que estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podrá ser definitiva. (Sal 36: “En tí está la fuente de la vida…”).

            La tradición judía atribuye los Salmos en su mayoría al rey David. David es un personaje complejo, que atravesó las más diversas experiencias fundamentales de la vida. Joven pastor del rebaño paterno, pasando por alternas y a veces dramáticas vicisitudes, se convierte en rey de Israel, en pastor del pueblo de Dios. Hombre de paz, combatió muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, traicionó su amor, y esto es característico: siempre buscó a Dios, aunque pecó gravemente muchas veces; humilde penitente, acogió el perdón divino, incluso el castigo divino, y aceptó un destino marcado por el dolor. David fue un rey, a pesar de todas sus debilidades, “según el corazón de Dios”. (cf 1 Sam 13, 14).

            En el Nuevo Testamento el Señor Jesús oró con los salmos. Las oraciones del Salterio, con las que habla a Dios, nos hablan de él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (cf Col 1, 15), que nos revela plenamente el rostro del Padre.

            El cristiano, al rezar los Salmos, ora al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave de interpretación. Así el horizonte del orante se abre a realidades inesperadas, todo salmo adquiere una luz nueva en Cristo y el Salterio puede brillar en toda su infinita riqueza.

LLAMADOS A SER HIJOS DE DIOS

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                        Las personas que vivimos en estas últimas décadas descubrimos con tristeza que un sector de la población cristiana ha perdido la conciencia del pecado; más aún, ni siquiera se quiere oír hablar de él. La mentalidad de nuestra época rehúye no solamente considerar el pecado por lo que es, sino incluso hablar de él. Parece un término de mal gusto. (Pablo VI).

                        Sin embargo es necesario recordar lo que es el pecado. El Hijo de Dios se hizo hombre para perdonarnos el pecado y darnos la VIDA. El pecado nos lleva a un estado o situación de muerte espiritual que nos priva de la presencia del Espíritu Santo.

                        El hombre, tentado por el diablo, dejó apagarse en su corazón la confianza hacia su Creador y, desobedeciéndole, quiso ser como Dios. Gn 3,5. Sin Dios, Adán y Eva perdieron la Vida y se encerraron en un círculo cerrado de egoísmo sin darse cuenta que Dios no era un estorbo, sino la causa de su felicidad y el sostén de su libertad. Ese pecado de origen es causa e inicio de los pecados personales.

                        Pero Dios, a la vista del pecado original envió a su Hijo para que recibiéramos de nuevo la VIDA DIVINA, que nos permite nacer, no de la sangre, ni de la carne o amor simplemente humano, sino de Dios, mediante el sacramento del Bautismo.

                        El cristiano en pecado grave consentido, pierde esa Vida Divina quedando nuevamente en estado de “muerte”. Por ello, en esta situación, rotas las relaciones de amor con Dios y con la Iglesia, no puede acercarse a recibir la Eucaristía si antes no recupera esa vida en el sacramento de la Penitencia. Esta es la gran Misericordia de Dios, revelada en Jesucristo en Navidad y en la Cruz.